Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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DESDE AFUERA

Palabras vacías, silencios que aturden

Palabras vacías, silencios que aturden
Paradójicamente estamos viviendo en una sociedad en la que la sobreabundancia de palabras de unos pocos se opone al silencio de grandes sectores. Quienes ejercen el imperio de las palabras lo hacen utilizando los recursos y las posibilidades que les da el poder (político y económico actuando en consonancia) sumando a ellos técnicas, estrategias y desarrollos tecnológicos. El propósito no es, por cierto, democratizar la comunicación. Muy por el contrario el objetivo es saturar para que se escuche solo la propia voz. Para lograrlo todos los recursos son “válidos”: la mentira, la difamación, la manipulación. También los discursos contradictorios y carentes de sustento fáctico. Para quienes así proceden, no es importante atenerse a la veracidad de los hechos. Tampoco se imponen coherencia entre sus propias acciones –o las de las instituciones a las que representan– y los discursos. Lo que realmente importa es el efecto, el impacto que se logra sobre los diferentes públicos y el sentido que ello genera. Por esta vía los medios de comunicación –y sus comunicadores– cambian de lugar y de función. Si antes la responsabilidad primordial era la de transmitir y difundir los hechos con la mayor fidelidad posible a lo acontecido, ahora se trata –en primer lugar– de ser partícipes en la generación de los acontecimientos que luego serán comunicados con un claro propósito político y en alianza con factores de poder. Con este fin los medios y los periodistas actúan, de manera consciente o no, pero siempre de modo funcional, como parte imprescindible e importante del engranaje del poder. Esto es por lo menos una parte, una faceta, de lo que se ha denominado posverdad.
Un claro ejemplo de lo que estamos tratando de discernir ocurrió con la comunicación de la multitudinaria concentración del pasado viernes 1 de septiembre en la Plaza de Mayo reclamando la aparición con vida de Santiago Maldonado. Los desmanes generados por un minúsculo grupo –difícilmente identificable en cuanto a su procedencia y sus intenciones– ganó las primeras planas tapando –o pretendiendo hacerlo– lo más importante: la masividad de la protesta pacífica, la legitimidad del reclamo y, por supuesto, generando la oportunidad de eludir o por lo menos postergar, las respuestas que el Gobierno y el Poder Judicial le deben a la familia de Santiago Maldonado y a toda la sociedad

De la mano de la concentración mediática, la cadena privada de los medios de comunicación invirtió la jerarquía de la información, poniendo en primera plana los hechos violentos –importantes pero secundarios al tema de fondo– y marginando la significación del acontecimiento central al que se pretendió deslegitimar a través de la asociación discursiva con los primeros. Para hacerlo se sustituyó el análisis acerca de los posibles orígenes de los episodios de violencia, dando por descontada la responsabilidad de los convocantes de la manifestación y sin ni siquiera considerar la hipótesis de la maniobra y la provocación, reduciendo todo a la titulación que relacionó lo sucedido con la violencia, la intolerancia y endilgando responsabilidades a “la izquierda”, a “los K” y así por el estilo. Para completar el combo el discurso dio un paso hacia la legitimación simbólica de la represión, algo que el Gobierno necesita como componente imprescindible para avanzar con su plan económico (...)