Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Mártir sin tumba

Mártir sin tumba
Hace 26 siglos, en la antigua Grecia, hubo un déspota y sanguinario gobernante llamado Creonte, que ordenó no se dé sepultura al cuerpo de Polinices, un rebelde acusado de traición a Tebas. La hermana de este llamada Antígona se resistió a obedecer tal orden y fundando sus argumentos en el derecho natural preexistente, reclamó la facultad que tienen los humanos al duelo y la sepultura de sus semejantes. Arguyó no ser lícito dejar a merced de las aves de rapiña los cuerpos de los ciudadanos y, menos aún, esconder su despojos.

El tal Creonte revocó su injusta decisión ante la advertencia que le hiciera el ciego y adivino Tiresias: ten por muy cierto que no han de cumplirse ya muchas vueltas del sol en su veloz carrera sin que tú mismo veas entregado, muerto por muerto, a un hijo de tu propia sangre; porque retienes aquí a un cadáver, posesión de los dioses infernales, sin sepulcro, sin exequias, sin respeto. Tal revocatoria fue tardía, Antígona desesperada ante el ultraje se había suicidado. A más de esta ficción trágica griega, es parte consustancial de todos los pueblos civilizados el principio y la práctica de respetar a los muertos, darles sepulturas, permitir los ritos, las costumbres funerarias.

En Roma se prohibía mancillar la tumba de los enemigos y se consagraba el suelo donde reposaban; es considerado lugar sacro los enterratorios de esclavos, a quienes se los consideraba homo. Tácito, en sus Anales, identifica a los bárbaros, con la insana práctica de dejar a sus muertos para banquete de buitres, sin piedra oleada ni túmulo que los recuerde.

El cristianismo, en todas sus variantes, considera que enterrar a los muertos es una de las misericordias.

El mundo actual caracterizado por su pluralismo y por una especie de amnesia y rechazo a las tradiciones ancestrales, considera como derecho y deber ineludible de la sociedad sepultar a los muertos, dedicando lugares y espacios adecuados para la inhumación. Los pueblos del mundo edifican construcciones emblemáticas para recordar a quienes pasaron por esta vida, les erigen monumentos funerarios, panteones y cenotafios, tanto a individuos como a colectivos: como al soldado desconocido, a los caídos, a los protomártires, etc., etc. Sin embargo, aquí, en nuestra patria, esta Bolivia que se precia de reconocer cinco generaciones de derechos humanos individuales y colectivos; desde hace más de dos décadas no puede enterrar a su mártir más emblemático. Los restos de Marcelo Quiroga Santa Cruz siguen insepultos. Se sabe certeramente que fue asesinado, se conocen a sus autores, se sabe dónde fue trasladado el moribundo, pero hasta ahora, pese a vivir en tiempos de democracia, no hay gobierno ni institución que repare este delito de lesa humanidad.

Marcelo Quiroga Santa Cruz fue un mártir de la democracia, un personaje de talla moral y ética sin claudicaciones, no existe justificativo alguno para no entregar sus despojos, salvo una actitud rayana en la ignominia por parte de quienes se resisten a coadyuvar en tal cometido. La Comisión de la Verdad recientemente constituida está en la obligación ineludible de indagar y dar con tales restos, para reparar tamaña infamia en contra de unos de sus más ilustres hijos, ese es un imperativo fundamental. No hacerlo será un baldón para sus componentes que la historia sabrá registrar debidamente y una nueva burla al pueblo en su conjunto.