Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 00:24

ICONOCLASIA

La estética del funcionario

La estética del funcionario
Nuestra postura hacia los ideales estéticos, hacia lo bello, lo sexualmente atractivo y lo físicamente bien formado, es soberanamente hipócrita y ambivalente. Nos han acostumbrado a pensar que la belleza es un elemento trivial, meramente ornamental y decorativo de la cultura, un barniz superficial que se corre con la reciedumbre perentoria del tiempo. Por eso, nuestros juicios estéticos han sido inhibidos y amordazados en la palestra pública. Nos sentimos legitimados para juzgar moralmente a nuestros políticos, gobernantes y funcionarios públicos, y ejercemos esa labor crítica como un oficio religioso inalienable, pero, ¿qué hay de aquel que se atreve a juzgar su apariencia, fisonomía, facha y vestimenta? De inmediato es proscrito y censurado. ¿Por qué uno se cree con derecho de juzgar a una persona en determinada dimensión de su existencia, prescindiendo de otra? La respuesta unánime, generalizada, y también carente de fundamento, es que la apariencia no determina el correcto ejercicio de una función.     
El hecho es que somos muy superficiales ante la grávida superficialidad de la belleza. Grandes civilizaciones periclitaron por una devaluación de sus ideales estéticos, antes que por una corrupción ética o moral. La fealdad y la vulgaridad suelen ser más subversivas que la inmoralidad. Se sospecha que fue la extrema fealdad de Sócrates la que precipitó su condena, y la decadencia griega comenzó cuando el ideal estético de lo apolíneo fue reemplazado por la racionalidad moralizante del dogma “socrático”. ¿Por qué no pensar que la devaluación de la justicia sigue también un patrón estético y no solamente ético? Una devaluación de las formas, de los protocolos, de la etiqueta, de los rituales, de la liturgia y del culto ceremonial en los que se expresa lo jurídico.   
Hace algunos días, el TCP se vio forzado a revertir una decisión que vetaba prendas de vestir informales e indiscretas. Las críticas fueron acerbas, se invocaron lo manidos conceptos de plurinacionalidad y no discriminación, y un cliché que todos conocemos: se debe transformar la mentalidad, no el traje de los funcionarios que administran justicia

Pero, esta visión tan simplista parte de una inadecuada comprensión de lo estético. Ante quien no guarda las normas de etiqueta en la mesa, come sin corrección con la boca abierta, eructa y se sorbe las mucosidades que le columpian sobre el plato, no se dice que actúa inmoralmente. Un eructo es moralmente neutro (y nadie merecerá el fuego del infierno por una ventosidad), como lo es también un atuendo cualquiera, pero, en determinados contextos, ambos pueden resultar inapropiados. El hecho de no pertenecer al ámbito de la moral no sustrae a estas conductas de un marco regulativo

Ahora bien, tratándose de la vestimenta de los funcionarios, la mayoría repite como loro la letanía de que no nos interesa cómo vistan aquellos, sino sus modales, su buen trato y su comportamiento en general, etc. Por ejemplo, que conteste al saludo, que mire gentilmente y con calidez a su interlocutor. Sin embargo, los modales, la amabilidad y la cortesía tampoco parecen comprometer el probo accionar, la idoneidad ni la moralidad de los funcionarios en el desempeño de su cargo. Es decir, pueden existir jueces y fiscales de pésimos modales, pero eruditos e incorruptibles. ¿Alguien objetaría, sin embargo, con tanto encarnizamiento como lo hacen con la regulación de la vestimenta, una hipotética reglamentación de los modales y las buenas maneras de los funcionarios públicos? Seguramente no. ¿Y por qué entonces se reprueba tan enérgicamente la regulación de la vestimenta en los ambientes laborales? ¿Acaso vestimenta y buenos modales no son, ambas, expresiones de urbanidad y decoro que ameritan igual tratamiento? Quienes por esnobismo adoptan la fachada de progres o anarquistas, sostienen que todo vale tratándose de la vestimenta. Si esto es así, y siendo consecuentes con su postura, lejos de quejarse por funcionarios que no responden al saludo, que los tratan con frialdad y gélido profesionalismo, deberían aplaudir que aquellos gocen de plena libertad y soltura, no solo ya en lo que concierne al atuendo, sino también en todas las dimensiones que no comprometan la moral de sus funciones. Así tendremos, por ejemplo, jueces y fiscales relajados, que asistirán gozosos a su fuente laboral eximidos de la odiosa constricción diaria que imponen el aseo personal, los protocolos de salutación y reverencia, la represión y control de las flatulencias, y otras manías de la urbanidad. ¡Pues, como la indumentaria, tampoco son estas cuestiones que incumban a la moral del funcionario!