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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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ICONOCLASIA

Eso que llamamos Dios

Eso que llamamos Dios
El mundo es insondable, vasto y profundo cuando está iluminado por la llama del deseo, cuando lo alumbra el fuego de la voluntad. Apagad esa antorcha empedernida, y solo quedará la pulsación rítmica, elemental y precisa de los astros, y un ejército silencioso e invisible de hormigas y de millones de bacterias sosteniendo la economía del microcosmos.

Pero, ahí va nuestra voluntad hundiendo sus narices en la tierra húmeda, urdiendo una trama y un sentido para el reptar de los gusanos, un destino, un designio divino. Ahí está, maravillada por Orión y por la Osa Mayor, escuchando una música imaginaria que derrama la Vía Láctea. La religión, nacida de este arrobamiento trascendental, es hija de esta voluntad que se hincha en éxtasis al contemplar el universo; es hija del deseo insatisfecho. ¡Vaya escalofriante vanidad y fatua presunción la del ser humano, esa de creer que el Universo todo, con sus constelaciones y galaxias, con su falange de escarabajos que entretejen el micromundo, ha sido deliberadamente diseñado para seducirlo y maravillarlo, con un propósito y una finalidad específica que le concierne! Creer que el universo ha sido creado para espectáculo y regocijo del hombre, es el canto en falsete de esta suprema pedantería. Y Dios, el pomposo apelativo de esta glorificación y exaltación extrema de la vanidad humana, de la voluntad insaciable tirando hacia el infinito.

Douglas Adams preguntaba: “¿No es suficiente ver que un jardín es hermoso sin tener que creer que también existen hadas en el fondo de este?” ¿Es que la belleza, el orden, la armonía, la perfección necesitan ser explicadas o justificadas? Una racionalización del goce estético, eso y no mucho más es Dios; un ademán de cortesía y una reverencia hacia la belleza del Universo. Einstein, a quien se atribuyó injustamente una posición teísta, había dicho: “Yo no trato de imaginar a un Dios personal; es suficiente pararse asombrado ante la estructura del mundo, mientras este permita a nuestros inadecuados sentidos apreciarlo”.

Pero, el instinto antropomórfico es poderoso, soberbio, altanero. No le bastó al hombre con forjar a un Dios personal a su imagen y semejanza; ese instinto llegó a su máximo punto de incandescencia imaginando a un Dios que encarnó en un hombre y que murió como uno de ellos. Entre millones de especies que pueblan el ingente Universo, es asombroso que esta divinidad tuviera que arroparse bajo la figura del ser humano. El dios colgado en la cruz es el dios de la humanidad, pero esta no es en absoluto el centro del Universo. El ser humano, comparado con todo el Universo, representa menos que una billonésima parte de un grano de arena. Ese dios infinitesimal no puede ser Dios. Un soplido, una carcajada o estornudo fulminante de otras galaxias pueden barrer nuestro Planeta, y enterrarlo con todas sus historias de dioses humanizados, y el Universo, con sus más de 100 billones de galaxias, seguirá respirando impertérrito.

El hecho es que el ser humano se ha considerado siempre tan especial y privilegiado, que hasta ha llegado a imaginar que el lugar que ocupa en el Universo es igualmente privilegiado. Sin embargo, ¿que pueden representar el hombre y sus dioses crucificados frente a un Universo compuesto por quizás mas de 100 billones de galaxias, similares a la Vía Láctea, que seguro albergan otras tantas miles y millones de historias y formas de vida? Pretender que la historia salvífica del ser humano, la vía crucis tengan alguna importancia para el cosmos es tanto como pretender que una procesión fugitiva de hormigas en un dormitorio incidan en el destino de un fulano cualquiera.

Son la miseria, la muerte —no la grandeza del Universo— las que llevan a pensar en Dios. La imagen de un dios agonizando en la cruz, banaliza el sufrimiento humano y la muerte; estos se vuelven ciencia ficción con el espectáculo de una divinidad lacerada y magullada que resucita luego con el cuerpo lozano. Permite que arrebujados impunemente en nuestro confort, toleremos el atroz espectáculo de miseria y dolor que se desata en el mundo real, allá donde las heridas no restañan ni cicatrizan al tercer día, allá donde sufren —no dioses enviados por su padre celestial que luego serán redimidos por la gloria de la resurrección— niños, mujeres y hombres que, con suerte, morirán de inmediato con los bombardeos, para no tener que arrostrar los horrores de la mutilación, preguntándose cómo es que del cielo divino les llueven todas sus desgracias. Para ellos no habrá Pascua ni Domingo de Resurrección. Solo dolor y muerte… y eso que llamamos Dios.