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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Los colores de Salazar

Los colores de Salazar
Apenas oscurece, la ciudad, esta nuestra ciudad, se muda de los matinales encantos proporcionados por un día luminoso y cortinas intermitentes de tenue lluvia prodigiosa, comparables a cortinas de aposento de doncellas. La tarde adquiere la luz de los misterios, cuando todo se mira y nada se ve.

Baldosas repasadas y pasos presurosos me conducen a mi destino fijo y cierto, al encuentro con el tiempo y sus colores. Nada puede ser más asombroso que encontrarte a ti mismo en lienzos trabajados amorosa y ardorosamente por el artesano artista en acrílico, metal o madera.

Es un martes de este marzo y me hallo en un lugar que, por cuatro décadas, marcó los desvelos de ese artista como curador de obras ajenas. Ahora es otro tiempo, en el mismo sitio expone su propia obra y no la ajena. Es él, no los otros.

Ahora recibe sonoros aplausos brindados con gratitud y admiración. Somos todos los que reconocemos sus méritos. A él le está dado tocar el cielo con las manos pintadas de colores. Fue así y nadie diga lo contrario. Fue al Centro de Arte de la Fundación Pedagógica y Cultural Simón I. Patiño que le correspondió abrir sus puertas y su corazón a la exposición denominada “Colores del tiempo”, del pintor cochabambino Alberto Salazar.

Al acto concurrieron numerosos y selectos personajes que, con orgullo muy propio de quienes se identifican con las manifestaciones del espíritu, enmarcaron obsequiosamente la gran noche del arte y del artista. Poco tiempo antes, y como preámbulo inequívoco de gran éxito, por iniciativa de Roberto Laserna y el café Cowork, se expuso parte de su obra, mereciendo tales patrocinadores especial consideración y agradecimiento.

La amplia obra expuesta por Alberto Terrazas, impacta triplemente, tanto por el uso de la diversidad de los materiales empleados, muchos de ellos tan informales como los pedazos de chatarra, como también por la composición de los colores. Gracias a la maestría en su manejo, estos logran una misteriosa armonía de conjunto, la que es receptada por el espectador y reconocida por los entendidos y expertos en la materia.

Pintores de oficio cotidiano así lo han valorado y resaltado debidamente. Pero, más allá de los aspectos propiamente técnicos, hay algo singular que se apodera irremisiblemente del espíritu: la identificación plena entre esa naturaleza casi exangüe y la no manifiesta, pero que es evidente presencia del espíritu humano y su aventura cotidiana en el mundo que nos toca vivir y sus instancias.

Desde el profano lugar que me corresponde y muy lejos de ser crítico o darme como entendido en tales menesteres, reconociéndome neófito en las artes pictóricas, carente de conceptos y palabras apropiadas para expresar mi embeleso por lo visto, es que me resta apoderarme de unos versos de Clarisse Nicoïdski, escritos originalmente en idioma sefardí, lengua que quién sabe por qué causas se halla anudada en mis ancestros, para loar la amistad y la obra de quien me permitió, en un instante, comprimir un pedazo de luz entre mis dedos: “La pared me está mirando/ la luz/ me está mirando/ también la lámpara la silla la mesa/ con el ojo único/ de las cosas/ el ojo/ caminando/ alrededor de ti/ de mí”.