Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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TEXTUAL

Inés del alma mía

Inés del alma mía
Como todos los humanos, Inés tiene sueños e ilusiones, pero a medida que pasan los años para ella, estos se difuminan en una especie de inalcanzable vacuidad, quizás por eso haya decidido desde tiempo atrás no soñar ni encandilarse, por eso ahora cuando duerme solo lo hace en imágenes concretas: un pan, brincos de su hijo, travesuras, cuarto para dormir y cosas así que a medida que pasan las horas se van acortando. Cuando era una adolescente vivaz y despreocupada, cursando el último año del colegio en su provincia fronteriza, se adueñó de su alma la sonora voz del nuevo maestro, pulcro y educado, siempre con un libro debajo del brazo y, en los recreos y acontecimientos escolares con una guitarra y una canción que lo identificaba: “Gracias a la vida que me ha dado tanto”. Inés se acostumbró a seguir la letra mentalmente como seguía también los ojos del maestro, que jamás se apartaban de su mirada. Podía haberse llamado José, pero su nombre era Macedonio. Así y todo se introdujo en la mente y el corazón de la muchacha y también en su casa para beneplácito de sus padres de la niña que lo recibían con cierta reverencia. En sus coloquios de enamorados, entre beso y beso, leían a Bécquer y otros libros, de uno de ellos emergió su coloquial: Inés del alma mía, que se convirtió en saludo y grito de guerra. Así bien andaban las cosas cuando una noche de tormenta, retornando a su cuarto pueblerino, el cantor enamorado resbaló en el lodo y se precipitó al final del abismo, dejando en el camino guitarra y libros. Al día siguiente lo encontraron descalabrado, de la misma manera como quedó el corazón de Inés, por lo que huyó espantada de su pueblo natal, para afincarse en la ciudad deslumbrante y engañosa.

Pese a las dificultades que se presentaban día a día, el tiempo, que todo lo muda, hizo que las esperanzas e ilusiones que las creía perdidas renacieran en el espíritu de la joven forastera. Consiguió trabajo como empleada doméstica y, a fuerza de voluntad y empeño, logró un cierto confort y bienestar que le permitía sobrellevar la vida sin mayores privaciones, pero manteniendo, en el fondo, un hueco en el corazón, que hubo de creer que se llenaba una tarde de domingo en plena plaza principal, cuando un hombre de zapatos brillantes y alma opaca se le aproximó más de la cuenta, a consecuencia de lo cual tuvo un hijo, pero también esa tarde de octubre fue el preámbulo de que perdería todos los motivos para agradecer a la vida que no le daba nada. A partir de ese aciago domingo, la violencia verbal, los golpes, la indiferencia y dos incisivos se hicieron presentes en su vida cotidiana así como los pasillos de defensorías, juzgados y oficinas de abogados, en los cuales gastó hasta los últimos centavos que había ahorrado. Como las penas no vienen solas, perdió el trabajo y se dedicó a la venta callejera de alguna golosina regalada para mantener a su hijo preadolescente que le acompaña en su menesteroso trabajo de ambulante a las puertas de cualquier escuela suburbana. En el sopor del mediodía, con el hijo de mirada nublada por la clefa, la desdentada Inés lo llama inaudiblemente con el nombre que escogió casi en secreto: Macedonio.