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DESDE AFUERA

¿El fin de la historia?

¿El fin de la historia?
Después de un turbulento Siglo XX marcado por dos guerras mundiales, el año 2000 se presentaba como un milenio pacificado: el nacionalismo había sido derrotado, la integración europea estrenaba moneda única y el comunismo era una escombrera. Todo parecía indicar que el mundo caminaba con paso decidido hacia “el fin de la historia”, el estadio último de la evolución política que había predicho Fukuyama.

Unos años antes, el politólogo había publicado su tesis. Para él, dos eran los impulsos que servían de motor a la historia: la razón científica, que conduce de forma inexorable al capitalismo y, por ende, al individualismo; y la voluntad de ser reconocido por los otros. Para Fukuyama, la consecuencia lógica de ambas inercias era el triunfo de la democracia liberal, que se impondría sobre todas las demás ideologías en una hegemonía que determinará el fin de los grandes acontecimientos humanos, esto es, el fin de la historia.

El libre mercado es el sistema dotado de la flexibilidad, la iniciativa personal y la competencia necesarias para permitir la innovación de la ciencia. Por otra parte, la volición que domina al individuo es la afirmación ante los otros. Y esa aspiración solo puede ser satisfecha por el ordenamiento democrático. Para Fukuyama, el liberalismo iguala la dignidad de todos los seres humanos. En este sistema, ningún individuo es más que otro, lo que permite que el deseo de reconocimiento se vea saciado. Es ahí donde Fukuyama conecta con su idea del último hombre, un concepto que toma prestado de Nietzsche: desprendido de la necesidad de reconocimiento que lo definía, el hombre, tal como lo conocimos, deja de existir.

Así pues, para Fukuyama, el devenir político es una pugna constante entre formas de organización rivales. Fruto de esas fricciones, muchas de ellas van siendo derrotadas y aparcadas en la cuneta de la historia, y al final, solo una, la democracia liberal, cruzará vencedora la línea de meta. Sin embargo, muchas cosas han cambiado desde que Fukuyama publicara su teoría en 1992.

Cuatro años más tarde sería su mentor, Samuel Huntington, quien viniera a enfriar el optimismo democrático. En el choque de civilizaciones, Huntington sostenía que el fin de las ideologías no daría lugar a un mundo poshistórico impulsado por la razón científica y el individualismo, sino que caminábamos hacia un nuevo escenario protagonizado por el choque de grandes bloques culturales homogéneos que llamó “civilizaciones”. Para Huntington, el progreso material no conduce de forma necesaria a abrazar los valores occidentales, como demuestra el “resurgimiento islámico”. Cinco años después de estas observaciones, el 11 de septiembre supondría una declaración de guerra a Occidente y la inauguración de un nuevo periodo histórico de conflictos.

Esto no anula necesariamente la tesis de Fukuyama: al fin y al cabo, ninguna forma de organización política alternativa a la democracia liberal se ha mostrado capaz de competir con ella en términos de bienestar y progreso. Sin embargo, en los últimos años estamos asistiendo a la eclosión de nuevos conflictos que no tienen que ver con la fricción entre los bordes bien definidos de esos bloques civilizatorios, pues los valores de la democracia liberal están siendo cuestionados dentro de los límites de Occidente, poniendo en entredicho la validez del fin de la historia.

Este fenómeno reciente tiene que ver con la globalización: en un mundo crecientemente integrado, las líneas de fractura cultural se trasladan, por medio de los flujos migratorios y el alcance del terrorismo internacional, a las sociedades occidentales. Pero hay algo más, algo que guarda relación con la observación que hiciera Seizaburo Sato, para quien las confrontaciones propias de nuestro tiempo son desencadenadas por las crisis de identidad en los individuos.

(Tomado de www.letraslibres.com)