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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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DIDASCALIA

Un mártir de la democracia

Un mártir de la democracia
En marzo de 1980, la zona de Achachicala era un recóndito y desconocido barrio de la ciudad de La Paz. Solo un cuerpo y un nombre hicieron que se hablara del lugar: Luis Espinal. El 21 de marzo de ese año había sido detenido por un grupo de militares y paramilitares que lo torturaron hasta quitarle la vida en el Matadero de Achachicala. Su cuerpo fue hallado al día siguiente más el oeste, camino a Chacaltaya, junto al Choqueyapu. El papa Francisco, en su visita al país, se detuvo allí para rezar por este mártir de la democracia y por tantos otros que ofrecieron su vida o parte de ella por una sociedad más justa y libre.

La historia que compartiré en estas líneas es la de un luchador más de la democracia de nuestro país, un desconocido que no aparece ni aparecerá en nuestros libros de historia, como tantos otros que dieron lo suyo por un país mejor para sus hijos.

Era un día de julio o agosto de 1980, los niños jugaban en la casa de Achachicala, cerca del matadero, donde había sucedido lo de “Lucho”. En la casa de los abuelos vivían varias familias y habían muchos niños. En el primer patio, las chicas saltaban con la liga y, en el segundo, los varoncitos jugaban al fútbol. De repente, cerca a las cuatro de la tarde, se abrió repentinamente la puerta e ingresaron varios hombres con metralleta en mano. Eran paramilitares y buscaban a uno de los tíos de la casa. Los niños quedaron paralizados. El primo más grande, que tenía 17 años, dijo que ese hombre no vivía allí, que habían equivocado la dirección. Los paramilitares registraron todo y encontraron documentos de ese tío. Se llevaron todo lo que hallaron sobre él. Y al salir, se llevaron también a Freddy, el primo que lo había negado. Freddy, desapareció y no se supo más de él, hasta el retorno de la democracia.

El tío, que era dirigente fabril, al enterarse de lo que había sucedido en su casa, no volvió más, tocó las puertas de sus amigos para que lo recibieran por una noche, pero muchos no se las abrieron por temor a la dictadura. Después de un par de semanas, logró ingresar en la Embajada de Venezuela y días más tarde fue exiliado a Caracas, donde vivió dos años. De su vida en el exilio no se sabe mucho, casi nada, en realidad. El exilio, además de suponer todas las dificultades de supervivencia en un lugar donde no se conoce a nadie ni se tiene nada, posee una carga simbólica y emocional todavía más profunda, es un destierro, es el corte con la tierra por la que uno está dispuesto a dar la vida.

Fueron dos años de silencio, impotencia, lejanía y tristeza. El retorno fue feliz, pero la vida debía continuar, el país había sido desestabilizado no solo política e institucionalmente, también emocionalmente. Ese tío que fue mi papá, Gumercindo Ariñez, no pudo volver a encontrar trabajo, los dos años de alejamiento del país lo marcaron para siempre. No sé si en Achachicala alguien se acuerda todavía de él, pero, sin duda, fue un luchador, constructor y mártir de nuestra democracia.

Hemos recordado recién a los mártires de la calle Harrington, vale la pena también agradecer por otros mártires, aquellos que sin haber muerto, han perdido una vida y se han visto obligados a comenzar una nueva. Nuestra gratitud debería llevarnos a seguir luchando para que la institucionalidad, el respeto de los derechos, la justicia, la libertad, y todo aquello que supone vivir en democracia, sea atesorado de tal manera que podamos dejar a nuestros hijos un país mejor.