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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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La era de la posverdad

La era de la posverdad
Síntoma inequívoco de las sociedades mórbidas y decadentes es la “hipersensibilidad” de los miembros que las componen. La nuestra, es un claro ejemplo de esta patología caracterizada por una crónica irritabilidad e intolerancia. Como una enorme muela cariada, inextirpable, somos incapaces de soportar temperaturas extremas, ni siquiera el zumbido de las palabras. ¡Qué lejos estamos de nuestra reciedumbre de otrora, cuando aceptábamos sin chistar –curtidos e hiperbóreos– el pan y el circo, las superfluas alocuciones que prodigaban nuestros “neoliberales” gobernantes! Ahora, en cambio, nuestra piel se crispa y se enchina ante la menor impostura; no tolera ya la farsa ni ese tufo de embuste que despiden nuestros políticos al hablar. La mentira de estos ya no es presa de fácil digestión.

Pero ¿qué es verdad?, podrían retrucar nuestros líderes y gobernantes, como lo hiciera Pilato ante Jesucristo, más como una apelación sincera a la razón e inteligencia, que como un desplante de cinismo. Y seguramente, como el Mesías, nosotros tampoco podremos articular una respuesta rotunda y categórica. El alegato egocéntrico que dice “yo soy la verdad”, solo realzará el inevitable sesgo subjetivo de la discusión. Si no somos capaces de enrostrar una verdad objetiva a nuestros verdugos para desenmascarar su impostura, entonces tendremos nomás que resignarnos a caminar por la arena deleznable y movediza del relativismo, donde solo permanece a flote la opinión ligera y el chisme sutil. Nos sumergiremos en las aguas superficiales de esa “modernidad líquida” de la que hablaba el finado Baumann, donde se diluyen todos los conceptos y los límites preestablecidos.

Lo cierto en este punto es que la comprensión de la realidad fundada en el binomio verdad-mentira parece haber sido superada, y por eso se habla del surgimiento de un nuevo paradigma, el de la posverdad. F. Nietzsche, el implacable profeta de estos tiempos posmodernos, había dicho ya hace dos siglos atrás “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas sino como metal”.

Esta noción de la “verdad” como ficción y artificio del pensamiento, como simple abstracción que no tiene una correspondencia con la realidad objetiva, sintoniza bastante bien con una época signada por la marea informativa y por el torbellino de las redes sociales. Engullido por la vorágine de estas últimas, el concepto de “verdad objetiva” ha quedado aniquilado y diluido. La información que circula frenéticamente en estos medios, no se sostiene en ningún referente objetivo que permita distinguir lo aparente de lo real. Por eso, en esta corriente ingobernable de comunicación, solo flota la posverdad, término que según los académicos de Oxford, denota aquellas “circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menor influencia en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

La verdad ha quedado así relativizada por el creciente empoderamiento de las masas que supuso el auge de las redes sociales. Cualquiera puede ahora, aguijoneado por su pasión y su momentánea turbación, plantar como si fuese verdad una simple opinión, que no responde más que a una percepción sesgada e interesada de la realidad. Cualquiera puede, incluso, sembrar la insidia y la maledicencia, y cosechar impunemente “verdades”, secundado por una muchedumbre idiotizada que solo sigue el dictado de sus hormonas y sus instintos.

Entonces, acorazados soberbiamente tras el alegato de “yo soy la verdad” o “yo conozco y poseo la verdad”, empuñamos la espada de la diatriba y la acusación, defenestrando y pulverizando al eventual oponente. Empero, esta es un arma de doble filo, pues tantas “verdades” como idiotas que las proclamen terminan siempre por aniquilarse, recíprocamente, unas a otras, contribuyendo a que se diluyan aún más los límites entre la apariencia y la realidad. Y en este horizonte escurridizo de la posverdad, ¿bajo qué parámetros podremos ya recriminar a nuestros mendaces y embusteros políticos? ¿Cómo podremos exigirles coherentemente sinceridad y veracidad, si los goznes que fijaban los límites entre la verdad y mentira han saltado por los aires?