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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Alepo: irresponsable no proteger

Alepo: irresponsable no proteger
Siempre he pensando que, como otras pocas personas en este mundo, he tenido privilegios inmerecidos. Pasé más de la mitad de mi vida en diferentes países. De hecho, crecí en un país europeo, en donde la regla era la diversidad. En ese entonces, la popularidad de una derecha racista y fascista se encontraba por los suelos, y el socialismo aún no era extremista, sino una política que tenía sentido.

Por suerte, desde ese país de Europa Central, era más fácil y barato viajar a países del Medio Oriente. Viniendo de una madre y de un padre que valoran los viajes, la cultura y el aprendizaje como únicos lujos que deben proporcionar los frutos del trabajo, era cotidiano escaparse a uno de esos lugares apasionantes, donde la religión preponderante es el islam, en sus diferentes variantes. Así, uno de los privilegios inmerecidos que viví fue visitar lugares poco transitados por el turismo, como el sur de Líbano, donde pude hablar con las y los sobrevivientes de la guerra con Israel en 2006, y viajar por la Siria preconflicto armado. Mi madre, aventurera de corazón, una noche se acercó a decirme: “Me voy con el Women’s Guild (UNWG, por sus siglas en inglés, es un grupo de mujeres de las Naciones Unidas con programas focalizados en la atención de niñas, niños y mujeres en situación vulnerable) a recorrer Siria, y deberías de venir conmigo; Siria es fascinante”. No se diga más. Rápidamente me incluí en el programa, a los 17 años, sin conocer o saber mucho del trabajo de UNWG. Así, junto con mi madre, un grupo pequeño de mujeres vinculadas a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y yo recorrimos y descubrimos algunos de los sitios más sorprendentes que he conocido en mi vida, descubriendo una población llena de vida y diversidad. Desde la visita a una iglesia pequeña en un poblado desértico llamado Malula, en donde una joven nos recitó versos bíblicos en Arameo; fotografías frente al ahora destruido molino de Homs, Siria, en donde niños y niñas nos observaban con curiosidad; subir la ciudadela de Palmira, grabar la vista de ese lugar histórico y atravesar su arco sobre un camello; hasta las noches en Alepo, en pleno Ramadán (el noveno mes del calendario lunar islámico, durante el cual se observa un ayuno riguroso entre los practicantes del islam), cuando las decenas de minaretes nos arrullaban por las noches con las plegarias: “Allahu Akbar” (Dios es grande).

En una tarde libre en Alepo, mi madre y yo recorrimos el antiguo mercado —incendiado casi en su totalidad durante una de las batallas entre rebeldes y el Gobierno sirio en el 2012—, situado en el corazón de la ciudad, en la ciudadela amurallada: el Al-Madina Souq. Tratábamos de absorber e inhalar los colores de las prendas que exhibían artesanas de la localidad, y los olores de las especies que plagaban los pasillos de ese gran mercado (...). En suma, Siria me cautivó.

Ahora, años más tarde, y casi medio millón de muertes después, recorro las calles de Alepo en mis recuerdos, imaginándolas llenas de angustia y dolor (...). De esta tragedia el mundo tardará en recuperarse; quedará en la historia como una de las omisiones de la comunidad internacional y, aunque parezca una tragedia lejana, pertenece a toda la humanidad. Sin embargo, como me dijo un hombre sabio algún día, las Naciones Unidas solamente encuentran sentido, funcionan y encuentran fuerza, cuando actúan así: unidas.