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Cara a cara con la muerte

Cara a cara con la muerte
El 7 de noviembre de 2003, la Unesco declaró el Día de los Muertos Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad porque es una de las representaciones más relevantes del patrimonio vivo de México y del mundo, y como una de las expresiones culturales más antiguas y de mayor fuerza entre los grupos indígenas. En el documento destacó que se trata de un encuentro anual entre las personas que la celebran y sus antepasados, desempeña una función social que recuerda el lugar del individuo en el seno del grupo y contribuye a la afirmación de la identidad. Finalmente, recomendó preservar esta tradición ya amenazada por expresiones de carácter comercial que afectan su contenido inmaterial.

Claro, no era necesario que la Unesco se refiriera de manera directa a todos aquellos objetos y rituales importados como Halloween que ingresaron en los últimos años con fuerza en las ciudades bolivianas, dando lugar a que los niños sean disfrazados y las tiendas adornadas con telarañas, mientras empleadas vestidas de brujas les entregan baratos dulces.

En realidad, el Día de los Muertos ya existía por este lado del mundo incluso antes de la llegada de los españoles a América, y lo que implica en la vida del ser humano no es poca cosa si uno se pone a pensar en dicha fecha porque durante unas horas los vivos nos encontramos cara a cara con los muertos que quisimos y para quienes, incluso, preparamos aquellos manjares y hasta vicios que en vida amaron.

No es poca cosa porque al encontrarnos con ellos hacemos posible lo imposible: exorcizar a la muerte, vencerla durante unas horas mediante unos rituales que incluyen una mesa atestada de panes, masitas, algún café por ahí y hasta singani si el hermano, padre, tío o abuelo muerto degustaban en vida dichos alimentos y bebidas. Por unas horas le mareamos la perdiz a la muerte.

Y es que la separación entre la vida y la muerte, y la imposibilidad de gobernar a esta última han dado lugar a los rituales, versos y narrativa más potentes en todos los siglos, tratando, en algunos casos, de anular el inevitable divorcio entre ambos con frase como: muerte y vida son una y misma cosa, en la que creen los budistas.

Lo curioso del caso es que en el fondo se trata de una celebración de vida más que de muerte porque los seres queridos que un día se fueron retornan al mundo de los vivos para estar con ellos por un determinado tiempo, argumento que muy bien podrían utilizar las personas que no comulgan con otras costumbres foráneas que no contienen el tremendo trasfondo que sí posee el Día de los Muertos porque, en realidad, se trata del Día de los Vivos.

¿Se imagina usted, lector, la posibilidad de tener cara a cara a su abuelo ya muerto?, ¿se imagina la posibilidad de ser buen anfitrión e invitarle la cervecita negra que tanto le gustaba, mejor si es en un batido de huevo a la antigua? El solo pensar en la posibilidad de estar con quien uno amaba y cuya partida final lo hirió a uno en lo más hondo parece inolvidable; aunque no faltará quien opine que se trata, una vez más, de una forma de opio para el pueblo porque este se niega a aceptar como sociedad en conjunto la pérdida irreparable y definitiva de las personas que un día amamos.

De tanto escuchar sobre el Día de los Muertos y de tanto repetir el ritual todos los años hemos perdido la capacidad de sorprendernos y maravillarnos por la posibilidad de que la muerte se encuentre con la vida y que nosotros, los seres vivos, seamos parte central de esta comunión imposible. Ojalá hoy tratemos de encontrar el sentido que cada cosa tiene en el mundo en vez de repetir como autómatas las actividades propias de estos días. Nos ayudaría a festejar más el solo hecho de estar vivos.