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El polvo del Vaticano

El polvo del Vaticano
El papa Francisco sorprendió a su feligresía con un ocurrente regalo en vísperas de celebrarse el Día de Difuntos. Se trata del documento denominado “Instrucción ad Resurgendum cum Christo”, el cual contiene prescripciones acerca de la sepultura de difuntos y la conservación de cenizas en casos de cremación.

La Iglesia católica, ya desde la época de las catacumbas, profesó siempre una obsesiva devoción por los muertos, y pronto asumió la administración de los servicios funerarios, rodeando a la muerte de un halo público comunitario. La tradición cristiana, como reconoce el documento en cuestión, “se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos”. Y es que la muerte dejaría de ser rentable si se atesorase en la atmósfera circunspecta del homenaje silencioso e íntimo que rendimos a nuestros seres queridos. Cada quien elegiría la forma de honrar a sus muertos, siguiendo sus convicciones personales o la última voluntad de aquellos, sea convirtiendo sus cenizas en reliquias, fundiéndolas con las semillas de los árboles, o esparciéndolas al viento o en santuarios profanos. Qué glorioso sería, por ejemplo, reposar eternamente en el estadio del club de fútbol de tus amores, vinculado con tu equipo más allá de la vida terrena, opción que ya es posible en algunos campos deportivos en España.

Tales homenajes están prohibidos por la instrucción del Vaticano, la misma que refiere que “no será permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua, o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos”. La Iglesia prescribió siempre con insistencia la sepultura de los difuntos y, hasta antes del Código de Derecho Canónico de 1983, estaba prohibida la cremación. ¿Por qué este afán de rendir exequias al cuerpo de los difuntos, a este tabernáculo terrestre, si para resurgir con Cristo y para morar cerca del Señor, es preciso despojarse de tal materia corruptible e imperfecta?

La insistencia en la “cristiana sepultura” tiene una motivación especulativa que se remonta a los orígenes de la tradición católica. Antiguamente, los muertos eran enterrados en las basílicas y en los templos, encontrándose así al abrigo de la protección de santos y mártires (sepultura ad sanctos). La corona española introdujo esta costumbre en sus colonias. El rey Alfonso el sabio explica así el origen de la misma, según sus famosas “Partidas”: “Cerca de las eglesias, dice, tovieron por bien los Santos Padres que fuesen las sepulturas de los cristianos” (sic), entre otras razones porque “aquellos que vienen a las eglesias, quando veen las fuesas (huesas) de sus parientes y amigos, se acuerdan de rogar a Dios por ellos (…) y porque los diablos no han de poder se allegar tanto a los cuerpos de los muertos que son soterrados en los cementerios, como a los que yacen de fuera” (sic). Pero, la garantía del reposo eterno al lado de la legión de querubines y a cubierto de los demonios tenía su precio. Según el cronista chileno Diego Barros Arana, se pagaba según la cercanía del altar, y por eso los templos estaban divididos en 4 partes: “En la primera, que estaba inmediata al presbiterio, se pagaban en la Catedral 50 pesos por la rotura del suelo, y 12 en las otras iglesias. En la segunda sección, la Catedral cobraba 25 pesos, y 8 las demás iglesias. En la tercera, la Catedral cobraba 10 pesos y 6 las demás. En el último cuerpo, situado cerca de la puerta de entrada, el derecho era de 6 pesos en la Catedral y 4 en las otras iglesias”.

Si bien hace más de un siglo que están prohibidos los columbarios en las iglesias, sabemos de la existencia de su versión moderna y remozada, consistente en la implementación de cinerarios (ceniceros) parroquiales. Hace algunos años se supo, por ejemplo, que en México determinadas parroquias vendían dichas urnas cinerarias en montos que superaban los 10 mil pesos. Lógicamente la gente preferirá, en tal caso, conservar en sus propios domicilios las cenizas de sus seres queridos. Sin embargo, ahora sintomáticamente la novel instrucción eclesiástica prohíbe esta práctica, como prohíbe también la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua.

¿Debemos creer, entonces, en la sinceridad del Vaticano cuando afirma que la razón de esta prohibición es “evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista”? ¿Acaso, no dice la misma Biblia (Eclesiastés 12:7): “Volverá el polvo a la tierra como lo que era, y el Espíritu volverá a Dios”? ¿No estaremos ante un afán especulativo “reloaded” de la Iglesia?