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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Reivindicación de la vergüenza y la lectura

Reivindicación de la vergüenza y la lectura
En el reciente IX Encuentro de Escritores Iberoamericanos, celebrado de viernes a domingo en el Centro Simón I. Patiño de Cochabamba, uno de los literatos invitados señaló un hecho cada vez más común. El también docente universitario Antonio Orejudo (España, 1963) dijo que, al menos en su país, los estudiantes ya no solo no leen, sino que “no tienen ya la vergüenza de admitirlo”. Es más, muchos se precian de no abrir un libro. El escritor graficaba así el desprestigio social que sufre la lectura y, en general, el vigente antiintelectualismo de nuestra época.

El tema no es nuevo. En un reciente artículo periodístico del diario español El País, sugestivamente titulado “¿Son los jóvenes de hoy menos listos que los de ayer?”, se apuntaba que, en 1964, se hablaba de ello. Por entonces, el historiador e intelectual americano Richard Hofstadter ganaba su segundo premio Pulitzer con “El antiintelectualismo en la vida americana”, libro en el que retrata una tendencia social al desprestigio de las humanidades y de la actividad intelectual. El autor, resume El País, se pregunta cuáles son las consecuencias de esta inclinación que cambia la ciencia, las artes y las humanidades por la distracción ociosa o el culto a la ignorancia.

Más recientemente, el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa insistió sobre la situación. “La figura del intelectual, que estructuró todo el siglo XX, hoy ha desaparecido del debate público. Aunque algunos firmen manifiestos o participen en polémicas, lo cierto es que su repercusión en la sociedad es mínima”, se puede leer en la contratapa de “La civilización del espectáculo” (2012). “En la civilización del espectáculo, el intelectual solo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”, abunda el escritor peruano en el libro.

"Elogio de la lectura y la ficción” había titulado precisamente el literato su discurso de recepción del Nobel en 2010. “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio”.

Y es que la lectura es, cuando no una distracción que conlleva el descubrimiento de mundos nuevos, una herramienta necesaria para acceder al conocimiento, imprescindible en el caso de las humanidades, sin que ello signifique necesariamente una pose intelectual o prointelectualista. Pero su práctica, en tiempos en los que nuestros jóvenes buscan el mismo entretenimiento en los videojuegos, el internet o la televisión, se ha hecho cuesta arriba.

Así las cosas, acontecimientos como los organizados por el Centro Patiño se convierten en verdaderos remansos de la producción literaria, de sus cultores y, ante todo, de los lectores, que hallan allí un espacio para compartir experiencias entre sí y con los propios creadores. En un país de prácticamente inexistentes políticas de incentivo a la lectura, son las iniciativas privadas las que alientan la no extinción de este hábito que, lo recordó otro de los invitados del encuentro, el escritor Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981), sirve para muchas, muchas cosas. “Las historias sirven, me digo a veces, libro en mano, para viajar hacia los otros y para viajar hacia nosotros mismos. Para desordenar nuestras certidumbres, para multiplicar las versiones posibles de todas las cosas, para ensanchar los límites de nuestra imaginación. Para matizar lo uniforme y para acercar lo que está lejos y, como dicen, para hacer visible lo invisible. Para expandir esa vida única que no alcanza para nada y que se acaba el momento menos pensado. Para ejercitar nuestro odio y nuestro amor, y para instruirnos en el uso de la perspectiva, y para vivirlo sin necesidad de vivirlo”.