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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Libertad de expresión y honorabilidad

Libertad de expresión y honorabilidad
¿Es legítima y constitucional la injuria, el ultraje verbal y el insulto a autoridades públicas, motivados por una malquerencia y desencanto justificados respecto a su gestión? Es cierto que el insulto constituye un atentado contra el honor y la dignidad de las personas, pero ¿qué pasa si el insulto hace honor a la realidad del insultado, por describir a la perfección su talante y su perfil personal, como sucede con tantos granujas, gandulas, perdularios, mentecatos, badajuelos y otras rémoras enquistadas en el árbol del poder político?
Hace pocos días, un alto funcionario de Gobierno arremetió, bravucón y basilisco, contra los medios de prensa, y desempolvó el debate sobre la necesidad de regular la libertad de expresión, levantándose en coro, las voces airadas del oficialismo que proponen modificar la Ley de Imprenta, pretendiendo infundir pánico en los periodistas. Pero, ¿cuáles serían los límites permisibles a la libertad de expresión que podrían imponerse en una eventual reforma legal? En la báscula de la justicia constitucional, ¿tiene mayor peso la libertad de expresión o el honor y dignidad de las autoridades públicas?
Habrá que recordar que, en relación a esta ponderación de bienes jurídicos, existe ya un criterio jurisprudencial vinculante, emitido en el período de mandato del actual Gobierno, contenido en la Sentencia Constitucional (SC) No. 1250/2012, que ha abolido el delito de “desacato”, justamente por estimar que el mismo viola la libertad de expresión y el derecho a la información; es decir, que dicha jurisprudencia ha despenalizado ya la difamación, las injurias y las calumnias proferidas contra autoridades públicas, incluyendo al Presidente, Vicepresidente, ministros y otros jerarcas de Estado. En consecuencia, considerando el carácter obligatorio y vinculante de esta posición jurisprudencial, una futura ley de regulación de medios de comunicación (que incluya a las redes sociales) inexorablemente tendría que ceñirse a estos principios, y no podría reinstaurar una persecución penal por hechos que ya han sido despenalizados, menos aún cuando ello implicaría contrariar el “principio de progresividad” en el reconocimiento de un derecho fundamental, como lo es la libertad de expresión

Es así que, en lo que concierne a las difamaciones, que son maledicencias que afectan a la reputación de un funcionario público, existen dos derechos en conflicto; la vida privada de la autoridad y la libertad de expresión, con su componente de libertad de información. Al respecto, la citada SC ha establecido que las autoridades “realizan una actividad de interés público por lo que existe un interés en la colectividad de conocer ciertos aspectos que pueden influir en su desempeño en el cargo, así por ejemplo, el ciudadano tiene derecho de conocer si el servidor público cuida a sus hijos, es alcohólico, o si un ministro incurre en violencia familiar o tiene antecedentes penales, no por el morbo sino, se reitera, porque ello podría afectar al cumplimiento de las funciones que realiza”. De acuerdo a este razonamiento, las autoridades deben tolerar, sin rezongar, cierto grado de injerencia en su vida privada, con más razón si se trata de autoridades electas, en quienes la población ha depositado su confianza a través del voto, creyendo en sus supuestas virtudes morales

Más controvertida es la cuestión relativa a las calumnias, que suponen imputar falsamente a una autoridad la comisión de un delito. Pero incluso en este caso no se justifica una represión penal excesiva que inhiba o disuada a la ciudadanía de ejercer el derecho de fiscalización de la función pública, menos aun resulta racional imponer el criterio de certeza como presupuesto de este derecho, ya que ello implicaría, conforme dictamina la citada SC, desalentar “innecesariamente a los ciudadanos a denunciar irregularidades, impidiendo se inicien investigaciones penales serias”. No es pues lógico exigir certeza sobre la comisión de un delito a tiempo de hacer pública una denuncia, ya que esta última busca precisamente una investigación en la que se dilucide si existió o no el delito atribuido

En suma, por la posición de poder en que se encuentran las autoridades públicas, sobre todo electas, deben ser tolerantes y flexibles ante las expresiones de frustración y desencanto de ciudadanos que, desde su situación de inferioridad y subordinación, no tienen más armas que la diatriba, la injuria y la invectiva. Y es que, frente a los abusos y excesos del poder, los insultos y atentados contra el honor son males menores que deben tolerarse en un régimen democrático.