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El relato de Juan de la Rosa

El relato de Juan de la Rosa

El escritor boliviano Nataniel Aguirre, a través de su novela histórica “Juan de Rosa, Memorias del último soldado de la independencia”, narra la vida de un testigo y protagonista de las batallas que precedieron a la independencia de Bolivia. Esta la versión de lo acontecido durante los días de la batalla de La Coronilla en Cochabamba, el 27 de mayo de 1810.



FRAGMENTO

El 27 de mayo, a la hora en que rodeados de la mesa, la abuela sentada en la única silla y todos los demás de pie, acabábamos de tomar alegremente el almuerzo preparado por Clarita, llegaron acezando a la puerta diez o doce mujeres del mercado, entre las que reconocí a mi pobre María Francisca más haraposa que nunca.

Ya vienen... están en La Angostura. Dicen que matan a todos los que encuentran... que han quemado las casas... ¿qué va a ser de nosotras, Virgen Santísima de las Mercedes?, dijeron todas juntas en quichua, pronunciando a un tiempo cada una alguna de las frases anteriores u otras parecidas.

La abuela se levantó golpeando fuertemente la mesa con su báculo. ¡Ya no hay hombres! gritó.

¡Se corren delante de los guampos condenados! Ven aquí... ¡vamos, hija! continuó buscando con la mano a Clara, quien se acercó pálida y temblorosa a ofrecerle el hombro. ¡Adelante, todos! concluyó señalando con su palo la calle. Salimos todos. María Francisca recibió el encargo de cerrar la puerta y de seguirnos. Nuestra intrépida generala consentía que nadie, ni la infeliz mujer medio idiotizada se quedase sin participar de la gloria que se prometía hacer conquistar a los patriotas.

¡Viva la patria! gritamos al poner los pies en la calle. ¡Mueran los chapetones! Ahora, sí, ahora debemos gritar: ¡mueran los chapetones! hijos míos exclamó la andina con voz vibrante que dominaba las de los demás. Tomamos, gritando siempre de aquel modo, la calle de los Ricos, que conducía directamente a la plaza. Las puertas de las casas se cerraban con estrépito y oíamos asegurarlas por adentro.

Habían trechos, y principalmente en las esquinas, corrillos compuestos en su mayor parte de mujeres y muchachos, que se incorporaban a nuestra banda o los arrastraba ésta irresistiblemente consigo.

Cuando llegábamos a la esquina de la Matriz, la abuela preguntó: ¿Por qué no tocan las campanas? Y un instante después, como su deseo se realizara por encanto, comenzó a oírse el toque de rebato en la alta torre...

Había un centenar de personas reunidas ya al frente del cabildo, y allí se agolpó la multitud, llenando poco después casi toda la plaza... ¡Que salga el gobernador!, dijo una voz entre la multitud y toda ella repitió en el acto: ¡que salga el gobernador! ¡que salga el prefecto! ¡queremos que salga don Mariano Antezana!



Un instante después apareció éste en la galería superior, seguido de algunos caballeros criollos del partido de la resistencia... ¿Qué hay, hijos míos? ¿volvemos a las andadas, incorregibles gritones? preguntó tranquilamente. No queremos rendirnos... que no nos vendan... ¡que nos entreguen las armas! ¡mueran los tablas!, respondieron a un tiempo muchas voces.

Es una locura, hijos míos, repuso el prefecto, dicen que don José Manuel Goyeneche viene de paz. Yo voy a entregar el Gobierno al cabildo; pero declaro que soy patriota y que no pido compasión. Sí, paisanos, yo diré hasta lo último: ¡viva la patria! La multitud contestó entusiasmada a este grito... ¡Ya no hay hombres! venga vuestra merced, señor gobernador ¡aquí estoy yo que lo llevaré a verles la cara a esos pícaros guampones!, gritaba la abuela, teniendo por delante a Clara más muerta que viva de terror, y a nosotros más entusiasmados que nunca a sus espaldas.

Pero, ¿qué voy hacer, hijas mías? ¿Se ha visto una ocurrencia más loca que la de estas pícaras endemoniadas mujeres? ¡Que se vayan! ¿que no vengan, eh? ¡Bueno ya se han de ir de susto, al oír los chillidos de estas furiosas y de los muchachos! ¡No, señor!, exclamó aquí alguno de los caballeros que estaban con el prefecto; el pueblo tiene razón... ¡a las armas! ¡viva la patria! El clamoreo de la delirante multitud fue entonces, que nada podía oirse ya distintamente... Era imposible ordenar de algún modo esa confusa y bullente masa popular, que sólo ansiaba salir al encuentro con Goyeneche. El buen prefecto tomó sencillamente la delantera; siguiéndole algunos caballeros; iban después los milicianos y escasos soldados, luego el gringo y Alejo, las mujeres y los de la banda del mellizo, arrastrando los cañones.

Al pasar por la puerta de la Matriz, las mujeres pidieron a gritos la imagen de la Virgen de las Mercedes, la patriota, herida ya en Amiraya. Pero, el cura de la parroquia, don Salvador Jordán se presentó sobre el umbral, vestido de sobrepelliz con el hisopo en la mano y seguido del sacristán que le llevaba el acetre, y dijo: Nadie entra de ese modo a la casa del Señor... ¡atrás!... ¡Vamos! ¿Quién quiere entrar a llevarse a la Virgen? Sollozos y gemidos respondieron a esta pregunta. Bien, hijas mías, dijo entonces el Padre, cambiando su tono irónico en profundamente tierno y melancólico. La Virgen saldrá aquí, a la puerta, para dar su bendición a los que van a morir por la patria...

Al pie del Ticti, pico saliente de las colinas de Alalay, una gran nube de polvo, en cuyo seno se distinguían fugaces resplandores, anunciaba la aproximación del Ejército de Goyeneche. La multitud que iba saliendo de la ciudad inundaba la colina de San Sebastián. La ciudad parecía completamente abandonada...

Los patriotas habían colocado, entre tanto, sus cañones de estaño en La Coronilla, aprestándose a servir los hombres, mujeres y niños indistintamente, bajo la dirección del gringo y de Alejo, animados, por la voz incesante de la abuela. Los que tenían fusil, arcabuz, honda o granadas se formaron confusamente para defender los costados.

Una multitud completamente inerme de mujeres y niños se agitaba por detrás, rodeando a Antezana y los caballeros que le acompañaban. El clamoreo de la multitud creció entonces, como un inmenso alarido de rabia y de dolor, que debieron arrojar todas aquellas bocas al ver derramamiento de la primera sangre.

Vi también, desde aquel momento, correr por el lado en que la colina desciende suavemente a la plaza de su nombre, muchas personas intimidadas, notando que eran más los hombres que las mujeres; y he sabido posteriormente que aquel ejemplo de cobardía lo dieron el Mellizo, el Jorro y los más bulliciosos de su banda. Menos de una hora tardaron las tropas de Goyeneche en rodear completamente la colina.

Quedaban sobre ella como doscientos patriotas de ambos sexos y de todas las edades, niños que sus madres abrazaban con desesperación contra su seno, jóvenes que iban a vender caras sus vidas, ancianos que no tenían fuerzas para arrojar una piedra certera a sus enemigos.

El prefecto Antezana y los caballeros de su comitiva consiguieron salvarse merced a la ligereza de sus caballos, no sin recibir la mayor parte de ellos alguna herida y sin dejar a dos muertos en el campo.

Más tiempo que el combate, le llamo así porque no quiero contrariar el parte del señor Conde de Huaqui, duró el exterminio sin salida en aquel círculo de muerte, que se hacía más insuperable cuando más se estrechaba. Los soldados de Goyeneche no dieron cuartel a nadie, ni a las mujeres que se arrastraban a sus pies... Era la hora de matar; había tiempo de satisfacer otras brutales pasiones en la ciudad, cuya suerte les había entregado su general. Clara, la pobre palomita, se había desplomado desmayada delante de la abuela a los primeros disparos, y fue salvada sin conocimiento por las mujeres que comenzaron a huir con el Mellizo y su digno compañero.

Dionisio ocupó su lugar y cayó con el cráneo destrozado. Mi amigo Luis le sucedió resueltamente, y su voz resonó con la de la anciana hasta una bala le atravesó los pulmones. Su padre, el Gringo hizo prodigios de valor, sirviendo con Alejo los cañones de estaño. Cuando vio perdida toda esperanza de salvarse, cuando advirtió, sobre todo, que los impecables soldados de Goyeneche mandaban arrodillarse a los patriotas, exclamó en francés: ¡Nom, sacré Dieu! non, par la culotte de mon, pé... Y revolviendo contra su pecho la boca del cañón que había cargado de metralla, encendió la ceba, y cayó lejos despedazado. Alejo, más feliz que él sintió subírsele la sangre a la cabeza, se acordó de Aroma, embistió al primer ganadero que se le puso por delante, le arrebató su fusil y escapó de la muerte, herido de todos modos, sin saber él mismo cómo, merced a sus hercúleas fuerzas y a la ligereza de sus piernas.

Los vencedores encontraron en La Coronilla un montón de muertos, cañones de estaño desmontados, medio fundidos, y sentada en las groseras cureñas de uno de ellos, teniendo a dos niños exánimes a sus pies, una anciana ciega, de cabellos blancos como la nieve. ¡De rodillas! Vamos a ver cómo rezan las brujas, dijo uno de ellos apuntando el fusil. La anciana dirigió de aquel lado de sus ojos sin luz, recogió en el hueco de su mano la sangre que brotaba de su pecho, y la arrojó a la cara del soldado antes de recibir el golpe de gracia que la amenazaba ¡Sin embargo, de todo esto, los historiadores de mi país apenas hablan de paso del "combate de los cañones de estaño!"

Análisis de la obra

Nataniel Aguirre publicó su novela Juan de la Rosa Memorias del útimo soldado de la Independencia, por primera vez en 1885, en Cochabamba. Según Alba María Paz Soldán, es una narración aparentemente clásica de relato de aprendizaje que destaca con precisión y afecto los detalles más sencillos como la ropa, la comida y los rasgos íntimos de los personajes que se mueven en ámbitos familiares. Con estos recursos, el autor logra componer la cotidianidad de Cochabamba, una ciudad de fines del siglo XIX, sobre el tejido de un contexto histórico donde aparecen ya las contradicciones sociales, culturales y estéticas de los albores de un proceso de modernización que se encontrará con la complejidad de un entorno lingüístico y cultural indoamericano.

En 1906, el Congreso Nacional ordena editar las obras de Aguirre. Como resultado de dicha medida, se han difundido en el siglo XX los dos volúmenes de la obra literaria de Aguirre: el primero de 1909, que es la segunda edición de Juan de la Rosa con un interesante prólogo de Eufronio Viscarra que ubica la obra y el estilo en el contexto literario de la época. El segundo tomo titulado Varias obras, fue publicado en 1911 y comprende una serie de poemas, dos piezas dramáticas, género bastante frecuentado en la época y tres relatos.

Juan de la Rosa es una de las pocas novelas bolivianas que ha tenido alguna difusión más allá de las fronteras de Bolivia. Años después de haber sido publicada empezó a tener reconocimiento, sobre todo a partir de la segunda (1909) y tercera edición (1943).

Nataniel aguirre escritor y político

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Nataniel Aguirre nació en Cochabamba, en 1843. Falleció en Montevideo, en 1888. Su narrativa se inscribió en la novelística de finales del siglo XIX como una excepción al relato colonial, al memorialismo y a la reconstrucción histórica que predominaron hasta entonces. Su obra sirvió así de puente entre el romanticismo y el incipiente realismo.

El conjunto de su producción es por ello difícilmente catalogable. Se le considera un caso excepcional incluso por su biografía, ya que sólo en la madurez fue reconocido por su obra ensayística, habiendo dedicado anteriormente su vida a la política. Fue miembro del Consejo de Estado en 1872 y de la Convención en 1880, y después ocupó sucesivamente la cartera de ministro de Hacienda, de la Guerra, del Gobierno y de Relaciones Exteriores durante varios gobiernos. Fuente www.biografíasyvidas.com