REPORTAJE/ LOS 110 NIÑOS HUÉRFANOS Y ABANDONADOS DE LA ALDEA INFANTIL DE EL ALTO TAMBIÉN SE ACUERDAN DE SUS DIFUNTOS Y MANTIENEN SUS MEMORIAS VIVAS.
Los huérfanos de El Alto mantienen vivas las memorias de sus difuntos
En el Alto, detrás de unas rejas de hierro, hay doce casas. Todas parecen iguales. Un puñado de estructuras bajitas, simples, cada una con su pequeño jardín de césped en frente y su mascota vagando en el sol. Pero esas mismas casas guardan historias muy variadas y muchas de ellas tristes. Ciento diez niños, niñas y adolescentes viven en la Aldea Infantil.
Los días de Todos Santos y de los Difuntos adquirieron un especial significado en la Aldea Infantil. A las cuatro de la tarde de este martes, cada niño salió de su respectiva casa y se dirigió a la sala comunal. Allí, en frente de una mesa cargada de t’anta wawas con sus caretas serenas, pasankallas arcoíris y dos velas con parpadeantes llamas, un cura vestido de blanco ofreció una misa solemne. Leyó los nombres de las 28 almas que habían partido en los últimos años.
Los directores de la Aldea se comprometen a no separar a los hermanos biológicos y a los mayores les toca hacer recordar a los más pequeños. Como es en el caso de Liliana Calle. Es una de las mayores en la Aldea. La llaman una de las “fundadoras”. Ya tiene 16 años, pero ha vivido en la Aldea desde los ocho cuando se construyó. Contó que su padre, Félix Calle, sucumbió a una enfermedad en 2004 y su madre, Julia Ticona, murió pocos años después. Ella intenta mantener su memoria viva entre sus cuatro hermanos.
Lo mismo pasa con Rocío. Mirando las dedicaciones que han pegado a la mesa, narró con confianza lo que les sucedió a sus padres. Mientras, sus dos hermanitas escucharon a su lado, o más bien medio escondidas detrás de su espalda protectora. Con sus pocos años todavía no han superado su timidez.
“Son mujeres llenas de amor pero por alguna razón u otra no han llegado a tener su propia familia y luego se encuentran con esos niños que también han quedado solos. Al principio es un vínculo de amistad y de cariño, pero luego es de pleno amor”, celebró el director general de la Aldea, Marco Tapia.
Al fondo del recinto, pasando por los columpios hoy vacíos, está la casa de Polonia Mamani, una mamá de sólo 28 años. Adentro se había armado una mesa típica. Había dulces, frutas, refrescos y en el centro un plato de ají de arveja que se ofreció a los arribados difuntos. Mamani se sentó en un sofá. Dos hermosas niñas se pusieron a cada lado de ella y le agarraron de la mano, pero con manifiesta ternura. Pero no todos sus ‘hijos’ pudieron entrar al sofá. Mamani alberga a nueve niños de tres familias diferentes.
“Si no saben en algún rato van a dar vueltas. Lo hacemos para que por lo menos se acuerden una vez al año. Desde niña yo siempre lo he hecho y comparto con ellos. Les digo que los difuntos junto con nosotros están y del cielo nos están mirando y cuidando”, manifestó.
Los niños, al principio cautelosos, se animaron con esta anécdota alentadora. Compartieron sus propios recuerdos: jugando con el papá; el inagotable apoyo maternal; el viaje familiar al parque zoológico de Mallasa, en La Paz aquel dichoso día.